PARROQUIA
DE
SANTA MARIA MAGDALENA
VILADECANS
3/3/2019 Nº 613
DIUMENGE VIIIEVANGELI DEL DIUMENGE
¿Hi veiem o no hi veiem? ¿De quina
llum ens servim per a veure la realitat, la dels altres i la pròpia? ¿On tenim
el cor arrelat perquè la nostra vida doni bons fruits? Vet aquí algunes
preguntes que ens podem fer tot treballant l'Evangeli d'aquest diumenge.
MIERCOLTES DE CENIZA:
19 h. a Santa Magdalena,
20 h. a St. Joan.
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUARESMA DE 2019
1. La redención
de la creación
La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte
y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a
vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo
(cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de
Dios.
Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como
persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14),
y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está
inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la
creación, cooperando en su redención. Por esto, la creación —dice san
Pablo— desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que
cuantos gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente
de sus frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del
mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los
santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la
contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como
demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de
Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo
la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la
fuerza negativa del pecado y de la muerte.
2. La fuerza
destructiva del pecado
Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a
menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás
criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos
conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces, domina la
intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra
condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos
incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea
a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una
esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua,
si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica
del todo y ya, del tener cada vez más acaba por
imponerse.
Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición
entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la
creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El
hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación
armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a
vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18).
Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación,
a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador,
sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor,
acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida
en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta
como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los
demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación,
de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera
todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a
quien vive bajo su dominio.
3. La fuerza
regeneradora del arrepentimiento y del perdón
Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad
de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una
“nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha
pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co 5,17). En efecto,
manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”:
abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1).
Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y
nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el
perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.
Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación
encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir
cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo”
que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con
nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa
libertad de los hijos de Dios» (Rm8,21). La Cuaresma es signo
sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más
intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y
social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.
Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las
criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a
la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro
corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la
autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su
misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y
acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro
que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios
ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros
hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.
Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo
de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer
que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que
era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3).
Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la
esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la
corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21).
No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos
ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la
mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos
prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo
con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo
concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte,
atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.
Papa
Francisco
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